16 agosto 2006

Poema y pequeño relato

EL ÁRBOL PENTAGRAMADO DE MI MEMORIA

Aunque no tuviera brújula de vida
a mí no se me pierden los días.
El árbol de mi memoria, con sus ramas,
con las sombras brincando entre sus hojas,
con adagios giros musicales, en el tiempo;
con andantinas y suaves notas
“blancas” del amor, ligadas;
gloriosas “negras” y “corcheas”, picadas,
que prestas y atacantes, suben y bajan.
A ese árbol pentagramado
solo lo mueve el viento ámbar
de mis melillenses recuerdos del Mantelete.



RECUERDOS DE UN VIEJO REPUBLICANO
Sin diploma ni titulación alguna, empedernido discutidor y muy leído, era un anciano tocado con una boina vizcaína y apoyado en un bastón de bambú con empuñadura de plata tallada. Admirador de la Institución Libre de Enseñanza, de Francisco Giner de los Ríos, era un hombre de bien, librepensador y humanista, del que con una inclinación de la cabeza se descubría ante las señoras. A pesar de su agnosticismo a veces rezaba por las noches: “… para que la Iglesia católica aprenda a comportarse”. Con su despistado desaliño indumentario, que no sucio, y su aire de gran señor sin prisas; de pasos marciales, a veces bamboleantes, “por el reuma, hijo”. La mirada, a pesar de la edad, siempre la tenía de ilusión, luminosa y limpia. Sabía descubrir los nuevos paisajes que las mentes creadoras de los poetas desarrollan en sus inspiraciones; dulces y delicados aromas impregnados con agradables armonías. Sus palabras siempre surgían de una fuente con chorro sereno que horadaba con la verdad la mente de su oponente en discusión. Recitaba a Machado como cualquier niño de los cincuenta el Padrenuestro: “….Fue un tiempo de mentira, de infamia. A España toda, la malherida España, de carnaval vestida nos la pusieron, pobre y escuálida y beoda para que no acertara con la mano en la herida. Fue ayer; éramos casi adolescentes (…)”. Este poema lo recitaba en los largos años de la posguerra pero sabía muy bien que el gran poeta lo publicó en la revista “España” en 1915. Los libros, todos los poemas, debieran llevar los nombres de los lectores, porque son los que terminan, con su lectura, la voz y la pluma del escritor. En mis modestos escritos las palabras caminan a mi alrededor; algunas distantes y altaneras, muy chulas ellas, solo desean tomar posesión sin permiso alguno en lo que escribo; otras, más cercanas y sumisas, solamente desean mi compañía.













Cuando era chico siempre tenía la preocupación de saber cómo salían los chaveas de las barrigas de sus madres. La mía nunca me lo dijo porque aquello era tabú para los castos oídos de los niños; y mira que se lo preguntaba veces, pero me dejó su olor y su amor impregnados en mi piel para siempre. También me asombraba porqué los rabos de las lagartijas siguen pegando saltos segundos después de habérselos cortado. Hoy a veces, quizás por egoísmo, me da pena cortar una flor de su rama porque pienso que su herida pueda dolerme. Cuando escuchaba a alguien decirle a otro que era un veleta, por lo cambiante de parecer o de carácter, siempre creí que no estaba bien dicho, ya que el único que cambia es el viento y no la veleta que queda quieta en lo alto de una espadaña de cualquier campanario. Entonces era mi niñez, edad amable y gentil, cuando lo onírico y lo real a veces se entrecruzaban y otras se unían en mis pensamientos solitarios. Era cuando los niños nos divertíamos a costa de los viejos, y éstos a costa de nosotros enseñándonos. Nos enseñaban que el amor no debe ser como las flores de la adelfa, bellas y amargas; el amor debe salir de los floridos jardines del alma. Los pensamientos, en soledad y en silencio, con sus galerías llenas de luz profunda jamás los podremos ver, pero sentirlos sí que los sentimos en todo nuestro ser.

















Si yo muero antes que tú,
te suplico, esposa mía,
que recojas mis versos
y formes con ellos
mis recuerdos hacia ti.


A mi esposa Ana María

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