09 julio 2006

Recuerdos de un anciano que leía poesía

RECUERDOS DE UN ANCIANO QUE LEÍA POESÍA
“Vuestras partes pudendas, son las que propagan el género humano; de tal modo locas y ridículas, que solo su nombre excita a la risa”.  Así era como se expresaba un anciano al ver orinar a unos cuantos zascandiles en el callejón de la Panadería Aznar.  A este buen hombre si se le miraba con atención se le podía ver una lágrima discreta rodándole por su arrugado rostro sonriente, que no era alegre, sino de pena desvaída por la reciente pérdida de su compañera de medio siglo.  En cualquier esquina de los estrechos callejones de la calle de Sagasta que desembocan en Castelar se peinaba muy coqueto y a escondidas donde muchas hebras blancas se le iban quedando en un peine de Carey desdentado.  Este viejecillo era menudo y de paso tranquilo, como de andar sin prisa. Vestía un traje y camisa jubilados hacía tiempo. En verano se encasquetaba un “Panamá” de ala ancha muy usado, y en invierno una “Vizcaína” capada de lana, que más bien parecía un vasco de Lequeitio.  Un pequeño libro ajado de poemas era lo que siempre llevaba en las manos.  Cuando veía un grupo de niños se paraba y les leía versos como: “Cuando te miras en la fuente/ el bello espejo del agua/ el salto de una rana / te hace feo el rostro/”.  Les decía que los pinos del Lobera tenían alma al recitarles: “El alma de un pino, que revolotea por las copas de sus hermanos que descansan a la sombra del estío”.  Cómo va a tener un árbol un alma como las personas, decían los chaveas.  Él siempre tenía respuestas para todo al decir: “Todos los árboles son seres vivos, por eso siempre hay que pasar por el corazón el soplo de la verdad”.  Cuando se sentaba a la puerta de su casa rodeado de niños explicándole qué era “La República de las Abejas”.  Decía que estos insectos himenópteros han inventado una arquitectura que jamás hombre alguno ha podido igualar; y no hablemos de la república en que habitan, que ningún sabio o filósofo ha podido proyectar; “Ni el gran don Manuel, el del ´´Jardín de los Frailes´´ hubiese sido capaz”; él a Manuel Azaña solía llamarle solo don Manuel.  Cuando a media charla se levantaba de su silla de anea decía: “Disculpad muchachos, voy a echar una meada republicana”.  Sobre los tenderos que sisaban en el peso de los mandados en los años cuarenta solía decir: “La conciencia de un mercader es como el virgo de una cantonera (puta) que se vende sin haberle”.  Cuando Melilla se vestía de gala y la gente acudía a presenciar los desfiles por la Avenida, los niños solían preguntarle que cómo podía ser que en un jardín bien cuidado estuviera enterrado un soldado que nadie conocía; él respondía: que mucha gente ignora que en las tumbas de esos ´´soldados desconocidos´´ no hay restos humanos.  Cuando se les rinden honores o se les hacen homenajes consiste en una liturgia para proyectar sentimientos colectivos hacia la realidad de unos hombres que dieron sus vidas por su patria. Pero cuando dejaba boquiabiertos a los niños era al referirles que Homero cantó la guerra de las ranas y los ratones; Ovidio a las nueces; Virgilio a los mosquitos; Silesio cantó a la calvicie; Luciano a las moscas y a los gusanos, y también a los asnos, y decía que alguien redactó el testamento de un cerdo llamado Grunio Corocota.  Cuando deseaba retirarse de la reunión, con su habitual prudencia como una retahíla citaba a Rudiard Kipling: “Seis honrados servidores me enseñaron cuanto sé; sus nombres son: cómo, cuándo, dónde, qué, quién y porqué”.  “Que no se os olvide nunca haceros estas preguntas, mozuelos”, decía el noble anciano.
Reciban un cordial saludo.

                                   Juan J. Aranda
                                   Málaga julio de 2006

                                        


























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