24 diciembre 2006

Relato

La voz aflautada y fatigosa de aquél hombre joven, siempre solía estar triste, pareciendo que se evaporaba cuando subía por la antigua escalera del Sagrado Corazón, como las gotas de rocío cuando las saluda el sol por las mañanas. Era delgado y seco con el color de la tisis en sus mejillas. Muy despacio y con la voz apagada, siempre declamaba su poesía que escribía en su pequeño blok en cualquier esquina: “Las castas flores de los jardines, polinizadas por las laboriosas abejas, había que cuidarlas como a un niño enfermo”. Seguramente recordaba su infeliz niñez en un hogar partido por un padre violento y una madre dulce y cariñosa. Era un amante de los jardines cuando estaban repletos de flores. Los pinos del Lobera fueron sus compañeros silenciosos cuando paseaba por sus veredas. Para él un clavel o una rosa cortadas de sus tallos y bañadas en un vaso de agua tienen siempre los días contados, pero una manzana masticada lentamente y digerida se convierte en ti mismo para el resto de tu vida. Su sonrisa desangelada era entrecortada por la tos seca de sus débiles pulmones. El tallo robusto y verde, decía que ama a su flor cuando vuela hacia el ojal de un galán; quedándose triste y seco hasta la próxima primavera. Así parecía ser aquél hombre joven que viajó a la Península para curarse de su sempiterna tos y que jamás volvió. Algunos dijeron que se reunió con su madre en el cielo, dejando a su padre en el infierno del alcohol.

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