24 diciembre 2006

Unos mineros accidentales

Aquél niño que vivía en la Alcazaba tenía los ojos habladores, no como su lengua, trapajosa, rodeada de una cara churretosa y asustada. Mi madre, siempre que venía a mi casa, lo invitaba a merendar, lo mismo que tomaba yo, el clásico bollo de 1´10 ptas con su correspondiente hoyo lleno de casi medio cuarto de aceite y el tazón de café con leche ordeñada por Juan, el cabrero que pasaba por calle de Castellón de la Plana cada tarde, el que con la espuma te sisaba un buen chorreón; también se le caía a veces la ceniza de su cigarro de picadura en la medida y para disimularlo metía su dedo sucio revolviéndola y mas parecía una chocolatada que la leche recién sacada de las tetas de sus cabras, que por cierto a todas les tenía puesto un nombre de mujer, pero a una le llamaba la gaseosa, por los pedos que soltaba: “ Juan ande, haga que se tire pedos la gaseosa”, le decíamos los niños, y quien verdaderamente se los tiraba era él mismo, echándole las culpas a la pobre cabra. Juan era un hombre muy bonachón y bastante cazurro. Mi madre decía que ese niño tenía la sonrisa de arroz con leche con su rodajita de limón. Para muchas personas evocar los tiempos de niñez, colegio, etc., les resultan caóticos en la memoria, a mi me resulta fácil y a veces hasta divertido cuando alguno de estos recuerdos es simpático. Mi memoria es como un cedazo donde tamizo mis recuerdos, unas veces suelo poner la criba muy tupida porque deseo guardar los mas preciados y otras la pongo mas abierta y salen a borbotones como aquella vez que nos quedamos encerrados a oscuras y llorando con los esfínteres dilatados en la mina que existe cerca del fuerte de Victoria Grande y desemboca en el frontón del parque de Lobera. Éramos ocho o diez andarríos, como decía mi abuela, de unos diez años; todos excepto Ángel Romero que vivía en la calle Marina, los demás éramos de Ataque Seco, El Pueblo, Castellón y Duque de la torre. Los partidos de fútbol en el frontón eran mas bien cortos para nosotros porque apenas llegaban los mayores, no los de quince años, sino de quinta cumplida y algún que otro casado y polletón y sin mediar palabras se ponían a pelotear y a dar zancadas obligándonos a los enanos a buscar refugio en los laterales y engancharnos a los palos colgados que habían en las paredes de las bandas. Los más osados nos asomábamos a la boca de la mina que olía a cueva y a humo de suelas de las alpargatas que eran de goma que usaban para alumbrarse. Pero hubo un día en que no nos bastó con asomarnos a la puerta del “Infierno” donde encontró la muerte el famoso cabo Alonso Martín junto con doce desterrados el 9 de Enero de 1775 al intentar llevar ayuda a los sitiados de Victoria Grande y Victoria Chica cuando el Emperador Sidi Mohamed puso aquél famoso Sitio a la ciudad , que por cierto duró cien días justos . Poseíamos una suela de goma de una alpargata vieja y un chicuy (palabra clásica de los niños de Melilla en los cincuenta) del Pueblo decía que tenía una linterna en el bolsillo de su tabardo, el muy embustero. Con un alambre enganchado a una punta de la suela y encendida como una tea, fuimos en fila india y agarrados por la cintura hasta que se agoto el combustible. Aquél que decía que tenía una linterna en el bolsillo se reía de miedo porque no tenía linterna ni nada parecido, solo tenía el pantalón mojado de la meada que soltó por el susto que tenía en el cuerpo, y su mano, que mas bien era una garra asida a mi sahariana de paño azul, pareciendo que estaba cosida a ella. Imaginaros a diez niños intrépidos, llorando y sin saber donde estaba la salida de ese pasadizo donde solamente cabe una persona adulta agachada. Existen galerías más amplias pero aquella era angosta y sucia y además en la más completa oscuridad. Hubo uno que le dio por decir su nombre: me llamo fulanito, me llamo fulanito...., parecía una letanía, los demás no sabíamos ni el nombre de la madre que nos parió del terror que sentíamos en el cuerpo. Cuando los minutos se nos hicieron horas vimos una potente luz que se acercaba a nosotros y al tal fulanito no se le ocurre otra cosa que cantar: “Vamos niños al sagrario que Jesús llorando está”.
Un sargento y dos soldados con un plano y una linterna gigantesca fueron los que nos sacaron del infierno hasta la entrada por la parte del frontón. Allí no había ni banda de música ni aplausos, las que si estaban eran unas madres preocupadas y asustadas que no paraban de besar y acariciar a sus hijos ahumados, cagados y meados, eso si, todo con el amor fraternal. Otros no sentíamos esa pena de que nuestras madres no estuviesen allí, al contrario, nos alegramos porque así no sufrieron esa tragedia de saber que sus hijos estuvieron casi una hora perdidos en las infectas minas. Pero las madres y alguna que otra hermana mayor, ejerciendo de madrastrona a veces saben todo lo que les ocurre a sus hijos y la evidencia estaba clara, más bien renegrida. Los abrazos, besos y caricias que me dio mi madre fueron la obligación de lavarme la madrastrona de mi hermana en el patio durante un buen rato hasta que no se me quitó todo el olor nauseabundo de la mina; conste que era invierno. Aquél niño del Pueblo que dijo que llevaba una linterna, don Domingo, nuestro profesor, le dijo un día que era un orate muy estulto y creyendo que le había hecho un cumplido se puso muy contento, pero cuando mi padre me dijo lo que significaban las dichosas palabrejas comprendí que lo que hicimos. fue una verdadera estulticia, más bien una tonteria que nos suena mas familiar.

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