OLOR, COLOR Y SABOR
Como
antaño decía el dicho popular: “Tres cosas tiene Melilla, que no
las tiene Madrid: el Poniente, el Levante y el Telegrama del Rif”.
Bueno pues, aparte de esas tres cosas, yo defino a mi ciudad,
mezclando, como los grandes cocineros sus guisos, por el Olor, el
Color y el Sabor.
Por
el Olor que siempre ha existido en sus parques Hernández y Lobera,
desde que los construyeron. El del General D. Venancio, tan llano y
limpio siempre, con las alamedas de rosales, que muchos acortan su
belleza, para meterla en un vaso de agua donde, finalmente sus
pétalos secos quedan petrificados en las páginas de cualquier
libro. También el de D. Cándido, segundo pulmón de la ciudad, con
sus parterres, rindiéndose a los pies de la frondosidad y quietud de
sus árboles. También los centenarios eucaliptos de la plaza de
Torres Quevedo.
Recuerdo
el Olor del pinar de Rostro Gordo, parecido a una invisible llave
regulando el oxígeno que, junto a sus parques, se respira en la
ciudad. Y si bajamos por Cabrerizas y Cuesta de la Viña, al río de
la Olla (Rastro), se impregnaba el aroma de la hierbabuena y al té
de los cafetines, mezclados con el humo del kif, fumado en largas
pipas. Allí se podían leer los carteles de los bares: “La Maja”
y “El Mortero”, en sendas esquinas del edificio cuadrilongo,
junto al Olor de las verduras, y frutas del día, en humildes
tenderetes, traídas por pequeños borriquillos, que después de su
venta, volvían con sus dueños despatarrados en sus lomos. La
tienda-trapería de Bonilla, donde se vendía desde una aguja de
hacer punto, una vieja, y oxidada, romana para pesar, hasta una
lavativa desportillada, con su grifito y su goma agrietada. Los
zapateros del Rastro, casi todos judíos, oliendo a cuero y a goma
de viejas ruedas de coches, que usaban para las medias suelas de
viejos zapatos. Alberto, hombre alto y fuerte, buen judío, y su hijo
del mismo nombre, lateros-lañadores, con su tenderete junto a la
carbonería de Pepe, que hacían jarritos de lata recomponiendo
ollas, que se rompían apenas se hacían dos guisos en las antiguas
hornillas de carbón. El Olor es el que sube por los torreones que
circundan el Pueblo, al asomarte por el Bonete, queriendo ver la otra
orilla, y solo divisas la esperanza de que nuestra Madre Patria está
allí, en tu mirada de un hijo que la quiere.
El
Color negruzco y salitrero de la “Piedrahogá”, isleta preñada
de mejillones en punta, que saludaba al Cementerio. El Color añil de
nuestro mar, a veces arañando con fuerza los acantilados, y otras
lamiéndolos, como un animalillo hambriento de teta materna, en los
besos que desprenden las olas con sus ojos blancos de espuma, en las
playas de los Cárabos y San Lorenzo.
El
Color del sol cuando se derrama haciendo cascada luminosa, como el
del alba, con la majestad del Gurugú, que nuestro Soldado en su
solemne mirada, constantemente hace guardia en la Plaza de España;
montaña que Marte la vistió varias veces de negro luto por nuestros
Héroes caídos, que la diosa Niké, convertida en su “Ángel de
Bronce”, los guarda en La Purísima con el celo de su perenne amor
patrio.
Desde
las alturas de Cabrerizas, María Cristina, Barrio de la Victoria y
Ataque Seco, se observa el Color de la Melilla inmóvil en sus calles
y plazas, como un “la”, huyendo de la campana de un oboe, en
compañía del “sí” de una viola, quedando ambos suspendidos en
el aire azul, como su bandera.
El
Sabor, aunque abstracto, lo puede notar quien la ame y la sienta con
el alma de español. No es el Sabor físico como el de un plato bien
condimentado, es el tempero y sazón, de ver sus calles sin
laberintos, sumergidas en el modernismo de sus edificios, en los
barrios construidos a cordel, como me decía un venerable anciano,
amante de la ciudad que lo acogió en su niñez. Es el Sabor de
nuestra cultura europea, crisol de nuestra idiosincrasia peninsular
desde hace más de cinco siglos.
El
Olor al asperón de los túneles silenciosos, que visitábamos en
nuestra inconsciente niñez, sin ver el peligro que entrañaban las
minas y bóvedas oscuras, horadadas hace siglos por los penados, y
guardianes de la Plaza. A estos guardianes y próceres, Melilla los
honra agradecida bautizando sus calles con sus gloriosos nombres. Se
puede saborear la historia de sus proezas con solo leer el nombre del
Mariscal Sherlok en una de las calles del Polígono, enviado a
Melilla para la defensa del famoso Sitio (1774-1775); el de Miguel
Zazo, Teniente que ofreció su vida en 1779, en defensa de la Plaza;
López Moreno, Carlos de Arellano, y muchos civiles, como Cándido
Lobera, militar y fundador de la prensa escrita; y el del insigne
arquitecto Enrique Nieto, proyectista de muchos de los bellos
edificios modernistas que configuran la ciudad siendo, faltando a la
modestia, el orgullo y la envidia de muchos arquitectos.
Quedándose
todos en la orilla de nuestra memoria, para la posteridad en la
ciudad, deben disculpar: no lo puedo remediar, que cada vez que
reflejo algo de mi ciudad en un papel, siento un profundo sentimiento
romántico en el recuerdo. Muchos amigos me dicen que poseo un
manantial que nunca deja de brotar españolidad, y amor por Melilla y
sus Héroes. Puede que así sea.
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