29 agosto 2006

Antiguos "Ciclistas" Melillenses

ANTIGUOS “CICLISTAS” MELILLENSES
Hace como cincuenta años en Melilla muchos de los que peinamos canas recordamos la existencia de varios talleres donde te vendían, te reparaban y te alquilaban bicicletas nuevas y usadas. Al final de la calle de García Cabrelles, frente a la Fuente del Bombillo y los cafetines, había un taller donde costaba cuatro pesetas una hora de alquiler. El de la Cruz de los Caídos te cobraba dos reales más porque decía que sus bicicletas “están casi nuevas, y además me las destrozan”. Manzanares, el que estaba frente al refugio, en el Barrio de Del Real, creo que cobraba igual que el del Rastro. El rasgo del ciclista de los cincuenta en nuestra ciudad si era un adulto podías verlo con un pañuelo en la cabeza con los cuatro picos amarrados, los dobladillos del pantalón arrugados y cogidos por una abrazadera metálica y pedaleando una Orbea reluciente subir a Rostro Gordo los domingos junto a varios amigos. Los más osados se encajaban en Nador a través de sus 14 kilómetros de curvas, y agarrándose en las cuestas a la CTM o a La Valenciana, hasta llegar al Club Marítimo de ese pueblo. La vuelta a Melilla era quizás más lenta y pesada pero lo agradecían más porque al llegar al bar El Tropezón, en el Hipódromo, su correspondiente cervecita no se perdonaba. Otro rasgo era el del señor que circulaba junto a la vía del antiguo ferrocarril, cerca de la Base de Hidroaviones, llevando en lo alto de la bicicleta un armario y dos sillas amarradas en el portaequipajes, seguido de otro que portaba una mesa y un sinnúmero de bultos rodeándole el cuerpo; claro que si alguno se paraba no podía arrancar solo, había que ayudarle a montar y darle un empujón hasta que cogía carrerilla. Luego estábamos los chaveas, los que en verano alquilábamos las bicicletas sin timbres, sin luces y a veces hasta sin frenos, que más de uno perdía las suelas de sus zapatos “gorila” de El Camello de calle Margallo o Méndez (el que más barato vende), en O´Donnell. La excursión solíamos proyectarla sobre la marcha hacia El Polígono con el duro en el bolsillo. A veces éramos dos: mi primo Juan, el de mi tía Virginia, y yo; y otras se agregaban Luís Jiménez, su hermano Antonio (Ñoño), y alguno que quizás no le agrada que se sepa que cuando tenía diez o doce años alquilaba una bicicleta cochambrosa a cuatro pesetas la hora. El único que poseía reloj para cronometrar la hora era mi primo, porque la meta era Farhana; así que cuando se formaba la comitiva ciclista de los “andarríos” nos poníamos en marcha García Cabrelles, Isabel la Católica, Sindicatos, Tesorillo, Weil, Cuesta de la Shell y al final la Carretera de Farhana hasta llegar a una huerta y hartarnos de lechugas, rábanos y cebolletas, que el encargado nos “regalaba con todo su cariño”, aunque a veces teníamos que salir zumbando delante de un “amigo del hombre”, que al descubrirnos nos ladraba con toda su mala leche. Y entre risas y meadas de miedo, vuelta hacia El Polígono. Una tarde al cruzar el río por el puente del Tesorillo nos entretuvimos jugando con las charcas a ver si podíamos coger algunas ranas junto a la aguada donde llenaban las regaderas del Ayuntamiento, cuando uno que quizás su madre lo engendró entre varios hombres, cogió una de las bicicletas y se perdió pedaleando hacia el Hospital de la Cruz Roja. Jamás lo volvimos a ver; ni a él y mucho menos a la bicicleta. El padre del niño que alquiló esa bici no se enteró del hecho porque otro chavea, dándole pena el llanto de su amiguito, dijo que había sido la suya la que robó aquél cabrón. Al padre de éste le costó fabricarle y repararle muchas piezas en su fragua al dueño del taller hasta quedar en paz con él. Cuando vestía el traje militar se sinceró con el padre diciéndole la verdad: que a él no le robaron la bici, sino que fue a “fulanito”, pero el viejo, que se jubilaba cuando a él lo licenciaban, le contestó que lo supo aquél mismo día, apechugando con todo el gasto, sintiéndose orgulloso de su acción al autoinculparse. Jamás les agradecieron nada, tanto al padre como al hijo, por el marrón que se comieron entre los dos, cosa que al que descansa en La Purísima, el padre, como al hijo, que aún está entre nosotros, les importa un carajo de la vela.
Que se diviertan y sean felices.
Juan J. Aranda

Contador de visitas