26 agosto 2006

Recordando al mosquito de Cuba

RECORDANDO AL “MOSQUITO DE CUBA”
“Cuando me muera y llegue a ese lugar donde van todos los muertos, me parece que no encontraré a nadie conocido junto a mi”. Esto lo decía Jerónimo, por si era al hotel de San Pedro o al de Pedro Botero. Jerónimo era un hombre menudo y empático con todo el mundo, al que llamaban con el alias: “Mosquito de Cuba”, y no por haber nacido en la isla de Fidel Castro, sino por lo de cuba, barrica o barril, ya que era un dipsómano empedernido que bebía sin sed, y no agua; siendo capaz de beberse las “escurriuras” de las canillas de los barriles de las antiguas tabernas que existían en su Málaga natal. Había nacido en la perchelera calle de San Jacinto, cercana a la Iglesia de Santo Domingo. Tenía un alma tan llena de salud que le brillaba por la luz de sus ojos azules. Pero siendo pobre, que no pobre hombre, y tan rebosante de dignidad, y gustándole tanto el pirriaque, o mostagán, como llamaba al vino, era al mismo tiempo un hombre culto y educado que con solo rascarle algo su fialucia (amor propio) cultural te recitaba los clásicos o cualquier poeta del 27, incluyendo a Neruda, al que admiraba cuando éste decía: “Que podían cortar las flores pero no detener la primavera”. Esa era una de las frases que el poeta, poco antes de morir, le dedicó al tirano Pinochet. En aquéllos tiempos cuando a alguien se le caía un pedazo de pan al suelo, una vez que lo recogía besaba el mendrugo. Decía que eso había que hacerlo cuando era con un libro, y si era pan solamente limpiarlo. Su esposa, la señora Angelita, era una anciana de belleza trágica, sin cejas por las continuas depilaciones, con los labios siempre mal pintados de un rojo bermellón, parecido a los modernos códigos de barra, y una peca de tinta china en el pómulo izquierdo que “le salió a los dieciocho años para el resto de su vida”, como a muchas señoras que bailaban por un vale en los antiguos salones, llamados “Danzings”, de los años veinte y treinta del siglo pasado. Decían que en el año en que en Annual hubo el gran Desastre regentó una casa en nuestra ciudad donde se “galvanizaban las pistolas” en rincones de “amor cortés” en cada habitación a muchos hombres. Años más tarde cuando en el “parte” o diario hablado, sonaba el toque de cornetín de orden y los vapores del caldo de uvas vagaban por su mente embotada, citando a Erasmo, solía decir: “Si toda la riqueza de la Iglesia se redujese al cayado y al zurrón de sus pastores tendría más adeptos de los que posee”. Cuando comenzó la democracia en España, y mucha gente mayor creía revivir con temor las décadas de los años veinte y treinta aconsejaba a sus amigos que no conocieron la República con una frase que el socialista Fernando de los Ríos popularizó la que un campesino andaluz contestó a su patrón que quería comprarle el voto: “En mi j´ambre mando yo”. Y para terminar quédense con lo que opinaba sobre la procreación. Decía que Adán, el primer hombre, fue concebido sin varón ni mujer; Cristo, de una mujer sin concurso de varón, y el resto, ya se sabe: todos con padre y madre a polvo pelado. Y como siempre viene bien alguna frase, a ver qué les parece ésta de Antonio Machado: “Un hombre mal vestido, pobre y desdeñado, puede ser un sabio, un héroe, o un santo; y el birrete de un doctor (o vestir un terno bien cortado) puede cubrir el cráneo de un imbécil”.
Juan J. Aranda

Contador de visitas