CUANDO
YO ERA JOVEN
En
los 60, en Barcelona, yo tuve un amigo, anciano, maestro represaliado
de la II República, que al referirse a los beatones-meapilas, decía
que una gran mayoría de ellos desconocían los entresijos de la
Iglesia:
“Mira, portador de noticias (yo
era cartero):
el filósofo Renan decía que los que salen del santuario
(seminario),
son más certeros en sus golpes que los que nunca han entrado en él”.
En España, eran los años en que las peliculas, aunque las
proyectaban en color, se veían en blanco y negro, y antes de la
película, el “Mundo entero estaba al alcance de todos los
españoles”. El Estado tenía un rasgo áspero y cruel, y su cerril
y mediocre oscurantismo cuartelario-católico, duró 40 años hasta
la muerte del dictador. El matrimonio era indisoluble hasta que uno
de los dos, dejaba de respirar. A los homosexuales los encarcelaban
por su condición. También, con el permiso de los señores mitrados,
a Franco lo colaban de rondón, bajo palio, en las iglesias.
Este
anciano, me contaba que al acabar el “Baile” que hubo entre
hermanos: “Que comenzó en tu pueblo”, decía que lo enjaularon 5
años, en el hotel “La Modelo”, en C/ Provenza; y que al salir no
quiso ver a nadie, encerrándose en su casa, donde solo asomaba la
cabeza, para colgar la jaula con su pajarillo “Manolito”, en el
quicio de la puerta.
Su
vivienda era espaciosa, sin importarle un carajo que un vecino dijera
que tenía el Síndrome de Diógenes, porque no era así, ya que cada
cosa estaba en el sitio que él disponía, o sea, donde le daba la
gana. Igual veías una manzana chuchurría encima de un libro, que un
pantalón colgado en una silla. Aunque yo siempre sentía un extraño
placer cuando me invitaba a su “Sancta Sanctorum”, su habitación
repleta de viejos libros, y su característico color sepia en sus
hojas.
Solía
llevar colgado al cuello unas gafas, que él llamaba, “Los Quevedos
del Ilustre Renco”. Lo de “Ilustre Renco”, era por Quevedo, que
era cojo, con sus famosos lentes redondos, que se observan en todos
sus cuadros. A veces me decía: “Toma, léeme esta estrofa, a ver
qué te parece; y no te pongas nervioso, que Sócrates, por muy
filósofo que llegó a ser, también se trabucaba cuando hablaba en
público”. Lo de trabucarme era porque me daba tal vergüenza que
parecía no saber leer bien. Pobre de mí, que estudié en un colegio
de balde, y solo había leído a Salgari, a Julio Verne y a M.
Lafuente Estefanía, además de “El Guerrero del Antifaz”,
“Pulgarcito”, y casi todas las ediciones de los tebeos del
momento, que traía la Quety de Castellón para alquilar. También me
prometió: “Quiero que sepas que todas estas palomitas, y los
cientos de sus congéneres que sobrevuelan las alturas de este cubil
(su casa), algún día te pertenecerán: y no estoy loco, ¡eh!”.
Esas palomitas eran unas pajaritas que él fabricaba con cualquier
trozo de papel que caía en sus manos. A veces yo me preguntaba, cómo
era posible que con esos dedos sarmentosos, podía practicar tan
perfecta papiroflexia, y hacer esas delicadas figuras de papel. Decía
que esa práctica se la enseñó con mucha paciencia, D. Miguel de
Unamuno: “Aquél viejo profesor que tuvo los santos cojones de
cabrear a Millán Astray, en presencia de la “Señora de los
Collares”, cuando le dijo: ´Venceréis, pero no convenceréis´”.
Y en honor a la verdad es que no convencieron jamás.
Todo
acabó un día de enero, cuando me dirigía a su casa para hacerle la
visita mañanera de rigor. Aunque él apenas recibía
correspondencia, una vecina me dijo que encima de una mesita, en el
dormitorio donde escribía y solía escuchar, con una manta sobre la
cabeza, en una radio galena, “La Pirenaica, el Altavoz de los
Vencidos”. Él decía que se tapaba para respirar los vahos de
eucalipto. La carta, muy escueta, dirigida al “Cartero del Norte de
África”, (que era yo), decía: “Estimado amigo, paciente oidor
de este viejo conversador: como verás aquí tienes todos los
pajaritos que te prometí, te ruego que subas al Tibidabo y desde
allí los lances al cielo de esta gran ciudad”. Fue entonces cuando
yo, con apenas 20 años, todo un funcionario del Estado, a punto de
vestir el kaki para servir a la Patria descubrí, con lágrimas
internas, que deseaba llorar, con el agradecimiento, y el cariño que
le tuve a aquél viejo profesor, que fue perseguido con saña y
encarcelado ignominiosamente.
Él
decía que el franquismo rompió bruscamente el ritmo normal de la
literatura española, imponiendo dentro del país, la mediocridad
gris, y uniendo a los escritores e intelectuales exiliados, (como lo
fue él), de su público natural, (como lo era yo). Aquél anciano,
aparte de tener gran mérito como profesor, escritor y poeta, fue un
hombre de fino ingenio, de amabilidad sencilla y exquisito trato.
Alguien me dijo que también era Licenciado en Derecho, un Derecho
que también le hurtaron inmisericorde.
En
su recuerdo, aún guardo una pajarita papirofléxica en uno de los
tomos de las Obras Completas de Blasco Ibáñez, que él citaba a
menudo: otro gran escritor, republicano, igualmente perseguido como
él, pero por la Dictadura de Primo de Rivera.
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