A los zapateros... / Meaero de la Reina...
A LOS ZAPATEROS Y A ALBERTO, EL LATERO, HEBREOS, ANTIGUOS ARTESANOS DEL RASTRO.
Cuando el Rastro de Melilla, en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, era el típico zoco donde se podía encontrar, desde un tornillo oxidado en la “ferretería” de Bonilla, o en la de la señora Dolores, hasta un burro lleno de mataduras dispuesto para su venta cerca de las Barracas de San Francisco, conocí a un señor alto que era latero, más bien lañador, como se les conoce a las personas que desempeñan -o desempeñaban- ese modesto oficio. Aunque para algunos es humilde, para otros es un arte. El único latero que había en El Rastro era Alberto, un hombre alto y fornido con su hijo como único ayudante, que también se llamaba Alberto. Su “taller”, cuatro palos y una lona como techo, lo montaban cada mañana junto a la carbonería de Pepe, en la muralla del Colegio de Artes y Oficios Aplicados, o Tiro Nacional. Alberto era el hebreo atípico que sin practicar del todo su religión parecía un doctor en las leyes del Tora, libro que siempre citaba. A pesar de los pocos dientes que le quedaban en sus melladas encías poseía una sonrisa tan agradable que inspiraba confianza y ternura hacia todo el mundo, y más a las clientas por su zalamería. Mientras que las mujeres hacían sus compras en los puestos de verduras y frutas cercanos, él se enfrascaba con su soldador, calentado en un anafre con carbón de la fragua cercana, en tapar con estaño los agujeros de las ollas y sartenes que les entregaban para sus reparaciones. Siempre me admiraba la maestría que tenía en cortar las latas con su mellada tijera, que nunca afilaba. Sus manos, que más bien parecían guantes de boxeo con las palmas abiertas, no le impedían hacer filigranas con las chapas sobrantes. Alberto y su hijo eran los típicos artesanos que lo mismo fabricaban un jarro para la leche, que una olla para el cocido. Frente al “taller” de Alberto se encontraban otros “talleres”, pero éstos eran de otra clase de artesanía; eran de los hebreos zapateros. Las montañas de cubiertas de ruedas de coches junto a sus sillas bajitas, parecían que estaban enterrados en ellas. El olor al caucho recién cortado con las cuchillas afiladas y al humeante té sin colar, en un vaso repleto de hierbabuena, mañanero de las 11, son un recuerdo constante de aquéllos años tan intensos. José con su mostachón de guardia de zarzuela era, al parecer, el mejor zapatero de todos. Aquéllos zapatos de recio material, remendados por los hebreos de El Rastro, con sus medias suelas de gomas de ruedas de coche, donde el dibujo de la cubierta lo situaban para la pisada, servían para correr, para darle patadas a las piedras, para jugar al fútbol en mitad de la calle, o en el “Campo de las Pieles”, en la Carretera de Hidúm, cerca de los patios Florido, Montes, Adan, y otros cuyos nombres se pierden en mi memoria de adulto. El lógico inconveniente que existía era que, como duraban “toda la vida”, cuando crecíamos pasaban a los hermanos chicos, quienes los tenían, o a primos y vecinos, y algún que otro allegado, que siempre los había. Como el endurecimiento del alma es debido a la voluntad de olvidar los pasajes más gloriosos y bonitos de nuestra vida, a mi me encanta no olvidar nada de lo sucedido en mi niñez, porque eso es lo que verdaderamente me queda de aquéllos años.
En aquéllas reuniones de zapateros, herreros y el latero de El Rastro, junto a unos vasos de té recién traído del cafetín existente entre los bares “La Maja” y El Mortero”, supe que en los primeros años del siglo pasado el primer restaurante público de Melilla estuvo instalado en el único edificio de varias plantas que por entonces existía en El Polígono; edificio que en la actualidad aún se conserva frente a lo que fue antigua bodega “La Oficina”, del señor José, santanderino él. A éste restaurante lo bautizaron con el nombre de “Asia”. Según algunos antiguos del lugar ese nombre lo rotularon en una de las calles cercanas a la de Toledo, debido a que su nombre fue en memoria de un regimiento, que a finales de 1893, estuvo destacado en el mismo lugar, y cuyo dueño fue un antiguo soldado del mismo, que al enterarse que en Melilla se encontraban sus antiguos compañeros cuando ocurrieron los hechos de la llamada “Guerra de Margallo”, o “Guerra Chica” (1893-1894). Este antiguo soldado del Regimiento Asia, cuando fue rechazado por la edad al presentarse como voluntario para estar junto a sus antiguos compañeros, montó el famoso restaurante bautizándolo con el nombre de su regimiento: “Asia”. Si hay alguien que tenga otros datos le ruego me lo haga llegar por este medio. Lo digo para que los jóvenes –y no tan jóvenes- sepan algo de nuestra Historia.
Juan J. Aranda
Málaga febrero 2004
“MEAERO DE LA REINA” DE PUERTO REAL, CADIZ
Hace días la leer a Ángel Castro en su “Otra Mirada” refiriéndose a que hace muchos años los telegramas se pronunciaban con una tilde en la segunda e: telégramas; debo decir que yo he conocido esa costumbre desde una ventanilla receptora de esas misivas. Cuando actuaba como funcionario de Correos en la Sucursal nº 7 de Málaga, tuve la ocasión de leer el nombre de una calle, o barriada de Puerto Real, Cádiz, más original que en mis treinta y ocho años de labores postales jamás he podido ver. Tengo que decir que cuando lo leí para comunicarlo a su destino, ya que era un giro telegráfico, quedé extrañado, pareciéndome al principio una grosería por parte de quien presentaba el impreso relleno y el dinero del giro. El usuario, -antes se les llamaba así, ahora son clientes-, muy comprensivo, amable y también sonriente, me dijo que la calle se llamaba así, tal y como se podía leer. Yo quedé como si me faltase algo. Me bullía la curiosidad, porque aquello no era normal. Cómo se iba a llamar una barriada: “Meaero de la Reina”. La gente de Correos y Telégrafos, a pesar de las distancias entre una oficina y otra, aunque estén ubicadas en distintas ciudades, y también no nos conozcamos personalmente, solemos ser muy serviciales y buenos compañeros. Ni corto ni perezoso me puse en comunicación con mi compañero Francisco Pineda, Jefe de la Oficina Técnica de Correos y Telégrafos de Puerto Real, en Cádiz, y le pedí que hiciera el favor de indagar el origen de ese nombre tan peculiar que existía en una de las barriadas que él servía como funcionario postal. La gente de la Tacita de Plata como todo el mundo sabe es la que más jugo le saca al cachondeo, bordándolo y sacándole punta a todo. Pineda me contestó, después de haber consultado con el Archivero de ese Ayuntamiento, que en una zona de Puerto Real existe una barriada que la llaman popularmente: “Meaero de la Reina”. Según éste funcionario municipal en el archivo de Simancas hay un documento que dice: “Encontrándose el Cortejo Real en labores de despesques en la Salina de la Zona, la Reina y su Cortejo se alejaron un poco montando un campamento donde poder hacer sus necesidades fisiológicas y perentorias”. O sea que Su Majestad, como cualquier mortal, cuando le venían las ganas de evacuar su vejiga se alejaba con discreción haciendo sus necesidades más perentorias, y los gaditanos no tuvieron otra ocurrencia que dedicarle, popularmente hablando, una barriada al urinario real y así perpetuar el lugar donde meaban la reina y su séquito. Otra de las anécdotas referentes a la entrega de telegramas fue la de una señora que envío un telegrama a su hija, residente ésta en un pueblo de Córdoba, con el texto siguiente: “Ponte en camino, mamá muerta”. Claro está que la hija apenas llegó apresurada y llorosa a su casa y encontrarse a su madre vivita y coleando se quedó de piedra. El verdadero fin del telegrama era que la hija no le enviaba ni un céntimo a su madre y ésta para poderla ver no tuvo otra ocurrencia que decirle que se pusiera en camino porque la que la parió se le había olvidado de respirar. Y ya que estamos con temas postales, cuentan que el General don Valeriano Weyler recibió una carta de su hijo pidiéndole éste 500 pesetas. El General le contestó con un telegrama enviándole 50 pesetas y comentándole: “Ahí te envío las cincuenta pesetas que me pides, y te advierto que cincuenta se escribe con un solo cero”. Por lo visto este general era un poquillo tacaño. Otra anécdota: cuando por Correos estaban permitidos los jeroglíficos en las direcciones de las cartas yo tuve la oportunidad, entre cientos de ellas, de ver una en que la única dirección era el mapa de España con los dos puntitos: -Ceuta y Melilla-, y cruzando el mar una flecha que lo atravesaba desde el norte hasta el puntito de nuestra ciudad. En el sitio de las Baleares había dibujado dos fuentes idénticas con sus chorritos y todo, un río, las estrellas de un oficial del ejército y el anagrama de una de las armas militares. Estaba claro que la carta iba dirigida a un oficial de dicha arma, pero hasta que no se pudo establecer que ese oficial tenía los apellidos: Fuentes y Río, pasaron varios días. Un tío mío, también funcionario de Correos, fue el que me comentó que el destinatario había recibido su carta en propia mano. Carta que yo le envía en el interior de un sobre oficial y con una adjunta para que fuese entregada, si fuera posible, al destinatario.
Cuando el Rastro de Melilla, en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, era el típico zoco donde se podía encontrar, desde un tornillo oxidado en la “ferretería” de Bonilla, o en la de la señora Dolores, hasta un burro lleno de mataduras dispuesto para su venta cerca de las Barracas de San Francisco, conocí a un señor alto que era latero, más bien lañador, como se les conoce a las personas que desempeñan -o desempeñaban- ese modesto oficio. Aunque para algunos es humilde, para otros es un arte. El único latero que había en El Rastro era Alberto, un hombre alto y fornido con su hijo como único ayudante, que también se llamaba Alberto. Su “taller”, cuatro palos y una lona como techo, lo montaban cada mañana junto a la carbonería de Pepe, en la muralla del Colegio de Artes y Oficios Aplicados, o Tiro Nacional. Alberto era el hebreo atípico que sin practicar del todo su religión parecía un doctor en las leyes del Tora, libro que siempre citaba. A pesar de los pocos dientes que le quedaban en sus melladas encías poseía una sonrisa tan agradable que inspiraba confianza y ternura hacia todo el mundo, y más a las clientas por su zalamería. Mientras que las mujeres hacían sus compras en los puestos de verduras y frutas cercanos, él se enfrascaba con su soldador, calentado en un anafre con carbón de la fragua cercana, en tapar con estaño los agujeros de las ollas y sartenes que les entregaban para sus reparaciones. Siempre me admiraba la maestría que tenía en cortar las latas con su mellada tijera, que nunca afilaba. Sus manos, que más bien parecían guantes de boxeo con las palmas abiertas, no le impedían hacer filigranas con las chapas sobrantes. Alberto y su hijo eran los típicos artesanos que lo mismo fabricaban un jarro para la leche, que una olla para el cocido. Frente al “taller” de Alberto se encontraban otros “talleres”, pero éstos eran de otra clase de artesanía; eran de los hebreos zapateros. Las montañas de cubiertas de ruedas de coches junto a sus sillas bajitas, parecían que estaban enterrados en ellas. El olor al caucho recién cortado con las cuchillas afiladas y al humeante té sin colar, en un vaso repleto de hierbabuena, mañanero de las 11, son un recuerdo constante de aquéllos años tan intensos. José con su mostachón de guardia de zarzuela era, al parecer, el mejor zapatero de todos. Aquéllos zapatos de recio material, remendados por los hebreos de El Rastro, con sus medias suelas de gomas de ruedas de coche, donde el dibujo de la cubierta lo situaban para la pisada, servían para correr, para darle patadas a las piedras, para jugar al fútbol en mitad de la calle, o en el “Campo de las Pieles”, en la Carretera de Hidúm, cerca de los patios Florido, Montes, Adan, y otros cuyos nombres se pierden en mi memoria de adulto. El lógico inconveniente que existía era que, como duraban “toda la vida”, cuando crecíamos pasaban a los hermanos chicos, quienes los tenían, o a primos y vecinos, y algún que otro allegado, que siempre los había. Como el endurecimiento del alma es debido a la voluntad de olvidar los pasajes más gloriosos y bonitos de nuestra vida, a mi me encanta no olvidar nada de lo sucedido en mi niñez, porque eso es lo que verdaderamente me queda de aquéllos años.
En aquéllas reuniones de zapateros, herreros y el latero de El Rastro, junto a unos vasos de té recién traído del cafetín existente entre los bares “La Maja” y El Mortero”, supe que en los primeros años del siglo pasado el primer restaurante público de Melilla estuvo instalado en el único edificio de varias plantas que por entonces existía en El Polígono; edificio que en la actualidad aún se conserva frente a lo que fue antigua bodega “La Oficina”, del señor José, santanderino él. A éste restaurante lo bautizaron con el nombre de “Asia”. Según algunos antiguos del lugar ese nombre lo rotularon en una de las calles cercanas a la de Toledo, debido a que su nombre fue en memoria de un regimiento, que a finales de 1893, estuvo destacado en el mismo lugar, y cuyo dueño fue un antiguo soldado del mismo, que al enterarse que en Melilla se encontraban sus antiguos compañeros cuando ocurrieron los hechos de la llamada “Guerra de Margallo”, o “Guerra Chica” (1893-1894). Este antiguo soldado del Regimiento Asia, cuando fue rechazado por la edad al presentarse como voluntario para estar junto a sus antiguos compañeros, montó el famoso restaurante bautizándolo con el nombre de su regimiento: “Asia”. Si hay alguien que tenga otros datos le ruego me lo haga llegar por este medio. Lo digo para que los jóvenes –y no tan jóvenes- sepan algo de nuestra Historia.
Juan J. Aranda
Málaga febrero 2004
“MEAERO DE LA REINA” DE PUERTO REAL, CADIZ
Hace días la leer a Ángel Castro en su “Otra Mirada” refiriéndose a que hace muchos años los telegramas se pronunciaban con una tilde en la segunda e: telégramas; debo decir que yo he conocido esa costumbre desde una ventanilla receptora de esas misivas. Cuando actuaba como funcionario de Correos en la Sucursal nº 7 de Málaga, tuve la ocasión de leer el nombre de una calle, o barriada de Puerto Real, Cádiz, más original que en mis treinta y ocho años de labores postales jamás he podido ver. Tengo que decir que cuando lo leí para comunicarlo a su destino, ya que era un giro telegráfico, quedé extrañado, pareciéndome al principio una grosería por parte de quien presentaba el impreso relleno y el dinero del giro. El usuario, -antes se les llamaba así, ahora son clientes-, muy comprensivo, amable y también sonriente, me dijo que la calle se llamaba así, tal y como se podía leer. Yo quedé como si me faltase algo. Me bullía la curiosidad, porque aquello no era normal. Cómo se iba a llamar una barriada: “Meaero de la Reina”. La gente de Correos y Telégrafos, a pesar de las distancias entre una oficina y otra, aunque estén ubicadas en distintas ciudades, y también no nos conozcamos personalmente, solemos ser muy serviciales y buenos compañeros. Ni corto ni perezoso me puse en comunicación con mi compañero Francisco Pineda, Jefe de la Oficina Técnica de Correos y Telégrafos de Puerto Real, en Cádiz, y le pedí que hiciera el favor de indagar el origen de ese nombre tan peculiar que existía en una de las barriadas que él servía como funcionario postal. La gente de la Tacita de Plata como todo el mundo sabe es la que más jugo le saca al cachondeo, bordándolo y sacándole punta a todo. Pineda me contestó, después de haber consultado con el Archivero de ese Ayuntamiento, que en una zona de Puerto Real existe una barriada que la llaman popularmente: “Meaero de la Reina”. Según éste funcionario municipal en el archivo de Simancas hay un documento que dice: “Encontrándose el Cortejo Real en labores de despesques en la Salina de la Zona, la Reina y su Cortejo se alejaron un poco montando un campamento donde poder hacer sus necesidades fisiológicas y perentorias”. O sea que Su Majestad, como cualquier mortal, cuando le venían las ganas de evacuar su vejiga se alejaba con discreción haciendo sus necesidades más perentorias, y los gaditanos no tuvieron otra ocurrencia que dedicarle, popularmente hablando, una barriada al urinario real y así perpetuar el lugar donde meaban la reina y su séquito. Otra de las anécdotas referentes a la entrega de telegramas fue la de una señora que envío un telegrama a su hija, residente ésta en un pueblo de Córdoba, con el texto siguiente: “Ponte en camino, mamá muerta”. Claro está que la hija apenas llegó apresurada y llorosa a su casa y encontrarse a su madre vivita y coleando se quedó de piedra. El verdadero fin del telegrama era que la hija no le enviaba ni un céntimo a su madre y ésta para poderla ver no tuvo otra ocurrencia que decirle que se pusiera en camino porque la que la parió se le había olvidado de respirar. Y ya que estamos con temas postales, cuentan que el General don Valeriano Weyler recibió una carta de su hijo pidiéndole éste 500 pesetas. El General le contestó con un telegrama enviándole 50 pesetas y comentándole: “Ahí te envío las cincuenta pesetas que me pides, y te advierto que cincuenta se escribe con un solo cero”. Por lo visto este general era un poquillo tacaño. Otra anécdota: cuando por Correos estaban permitidos los jeroglíficos en las direcciones de las cartas yo tuve la oportunidad, entre cientos de ellas, de ver una en que la única dirección era el mapa de España con los dos puntitos: -Ceuta y Melilla-, y cruzando el mar una flecha que lo atravesaba desde el norte hasta el puntito de nuestra ciudad. En el sitio de las Baleares había dibujado dos fuentes idénticas con sus chorritos y todo, un río, las estrellas de un oficial del ejército y el anagrama de una de las armas militares. Estaba claro que la carta iba dirigida a un oficial de dicha arma, pero hasta que no se pudo establecer que ese oficial tenía los apellidos: Fuentes y Río, pasaron varios días. Un tío mío, también funcionario de Correos, fue el que me comentó que el destinatario había recibido su carta en propia mano. Carta que yo le envía en el interior de un sobre oficial y con una adjunta para que fuese entregada, si fuera posible, al destinatario.
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