21 noviembre 2006

El gorrión Manolito y la abeja Margarita

EL GORRIÓN MANOLITO Y LA ABEJA MARGARITA, MIS HUESPEDES OCASIONALES
Cerca de mi casa debe existir un panal de abejas. Lo digo porque por la ventana de mi salita, a veces entra revoloteando una de ellas, quizás buscando alguna flor donde libar su esencia, o quizás esté haciendo el servicio de heraldo de vanguardia buscando comida para su colonia. Yo, egoísta, la dejo sabiendo que le será imposible llevarse nada entre sus patitas, ya que solo es papel y tinta seca del libro que leo en esos momentos. Esta se le ve muy laboriosa y curiosa, pero muy chula cuando me amenaza con su pequeño estoque de defensa que tiene en el culo. La pobrecilla cree que le voy a hacer “algo”. Creo que sabe que su miel me encanta, y el polvillo que se le pega en sus patas al posarse en las flores colorea las hojas dándole el aire de un pequeño cuadro abstracto. A esa la he bautizado con el nombre de Margarita. A veces trae a varias de sus hermanas para presentármelas. A una de ellas la llamo Descocada, porque es la que más se acerca a mi mano con descaro; las demás, con Margarita celosa y desconfiada, se marchan con indolencia sin despedirse siquiera, y para qué. Con mi bolígrafo levantado a una cuarta de mi cuartilla les digo hasta mañana, si es que vuelven. Quizás el próximo día, para hacerme con su amistad, les proporcione una cucharadita de azúcar encima de un poema de Neruda.
El que no para de entrar y salir saltando por la ventana de la cocina es Manolito, como Ana, mi mujer, lo ha bautizado. Éste es un pequeño gorrioncillo que parece saludarnos como asustado y correteando entre los platos. El muy inocente siempre cree que algo malo le vamos a hacer, y sin poder apenas volar oye los gritos de pío-pío angustiosos de su madre desde el patio de luces, como un helicóptero, inmóvil con su aleteo en el aire, con una llamada de atención y de peligro de que estaba entre los humanos, y éstos no son de fiar. Cuando Gayarre, mi viejo canario, con su potente trino le conminó a que saliera y se uniera a su madre; vamos, que el muy egoísta lo estaba echando sin contemplaciones, el pobrecillo, sintiéndose un intruso asustado y cabizbajo, salió aleteando torpemente de las cálidas manos de mi mujer para recibir la primera reprimenda de su madre cuando subían hacia el cielo.
Juan Jesús Aranda
Málaga noviembre 2006

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