21 noviembre 2006

Historia de un callista

HISTORIA DE UN CALLISTA
En la década de los sesenta en el Barrio Chino de Barcelona existía un bar-restaurante en el que daban comida en plan currante, que el dueño permitía a un señor que en los retretes limpiase durezas en los pies y quitar los callos a los parroquianos por el módico precio de 15 pesetas la visita. Si tenemos en cuenta que el menú era de 25-30 pesetas con el pan, vino del Priorato bebido en porrón, o agua, no creo que cobrara caro. Decían que era un podólogo que estuvo preso en el franquismo, y que debía presentarse cada primero de mes en comisaría. Éste hombre vestía una bata blanca inmaculada, y encima de una pequeña mesa de clínica, dentro de un maletín llevaba un botiquín muy completo, y el instrumental siempre estaba hirviendo en un infiernillo en unas bandejas metálicas, como las de los antiguos practicantes. El sillón para los pacientes, situado encima de una alta tarima, era de madera barnizada como el de los maestros de escuela antiguo. Su señora, una mujer que rondaba los sesenta, como el marido, con su bata blanca y rostro de mujer buena era la que se encargaba del aseo de los lavabos. Cualquiera que bajase por los escasos escalones hacia los retretes parecía que entraba en una clínica; allí no existía el clásico olor a fulañí de un retrete público, y puedo asegurarles que entrar en cualquiera de los dos “excusados” para hacer nuestras necesidades perentorias daba un poco de vergüenza; se sentía uno como si meara en plena calle a las doce de la mañana. Había policías que acudían para que les aliviase sus pies cansados de las interminables rondas callejeras. Toda la gente del barrio sabía que en los retretes de ese bar cada día, desde las seis de la mañana hasta las nueve de la noche, un señor por solo 3 duros te quitaba un callo en un momento. Imagínense ustedes que en la actualidad para hacer tiempo en la sala de espera de un callista se tomasen una caña con su tapita, o un café con leche, y al cuarto de hora una señora de bata blanca le dijera que ya era su turno.
Estos recuerdos me han venido a la memoria al ver por televisión hace unos días las detenciones de chulos y putas en ese mismo barrio (El Raval), más bien lo que queda de él. Es todo lo contrario a lo que hubo en una calle de nuestra ciudad, famosa hace décadas, donde en sus bares se “galvanizaban pistolas” a militares sin graduación, perseguidos por la vigilancia militar, y a todo varón civil necesitado de coyunda, con la que podemos admirar en la actualidad, una gran avenida llena de edificios modernos.

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