ECUERDOS DE UNA ESPIRITISTA Y UN ANTIGUO
Cuando yo era un chaveílla en mi barrio había una
señora, que decían era espiritista. Ésta mujer tenía el
semblante de paz y afabilidad; pero en la forma de mirarme siempre
sentía yo algo como queriéndome decir que era un pillín, y que la
había descubierto. Ella, lo mismo ayudaba a un niño descalabrado,
colocando una moneda de la Republica en un chichón, que le endiñaba
una cucharada de azúcar con unas gotas del petróleo de su quinqué
para que le aliviara el resfriado. Mas de una persona que vivió
aquéllos años se acordará del azúcar con el petróleo, y también
del papel de estraza, calentado con la plancha, liado en la garganta.
Decían que también curaba las quebraduras, poniéndole una tira de
trapo muy apretada en la parte dolorida. Entonces no existían las
vendas modernas, solo gasas y trapos, que se lavaban centenares de
veces en la tina del patio, junto al donpedro de flores rojas. Solía
implorar a un supuesto hermano Horacio, fallecido en Zeluán, cuando
el “Desastre del 21”, para que hablara con su voz de ultratumba y
ayudase a una muchacha, cuyo novio le había dejado un regalito en el
vientre y no quería casarse con ella. Lo del hermano Horacio nunca
supe si era su hermano de sangre, o alguien al que ella invocaba con
los brazos abiertos: “Hermano Horacio, qué debe hacer ésta santa
mujer”. Yo recuerdo a una señora, que fue con un billete de
peseta, del Marqués de Santa Cruz, para dárselo como propina, -que
entonces no había línea 900-. Había ido a pedirle consejo y saber
si su marido dejaría de pegarle “tientos” al Valdepeñas.
También porque estaba preñada y ya tenía seis hijos, con el
compañero parado, que cada día acudía a la taberna de la calle
Margallo, frente a la Relojería Alemana; pero lo que verdaderamente
necesitaba en aquéllos momentos eran dos duros, para poner un
puchero de garbanzos con un hueso añejo, para que comiera toda la
caterva de meones que tenía en su humilde casa. Como a los niños,
a veces, no se les hace caso, ni se les echa cuenta, yo solía
colarme en su casa, -muy prohibido por mi madre-, compuesta de dos
habitaciones y una pequeña hornilla de carbón a la entrada; y en un
pollete, junto a la ventana, siempre había un cubo de cinc lleno de
agua, tapado con un paño blanco bordado, muy limpio, que era la que
bebía, agua acarreada de la fuente del Cementerio, porque para el
retrete y aseo, que estaba en el patio comunal, usaba la del pozo,
que muy salobre. Como digo: yo me deslizaba por su pequeño patio
junto al pozo para verla “echar las cartas” en la
habitación-salón-comedor, en penumbra, al atardecer. Siempre era a
esas horas, la de las brujas, pero yo creo que la penumbra era mas
bien porque no tenía luz eléctrica, alumbrada con un quinqué a
media luz; con varias fotografías de color sepia, de familiares
colgados en la pared húmeda, y toda la mesa llena de mariposas
encendidas. El silencio que imponían sus ojos cerrados era algo que
me fascinaba, y me imponía mucho. Era como un velatorio, de los
silenciosos, donde nadie se atreve a decir ni pío, pero sin el
muerto claro, y más cuando se escuchaba una voz cavernosa,
contestando algo así como que la señora preñada, y con otro de
teta en brazos, debía obedecer a su marido. Ahí ya era cuando te
acojonabas de verdad. Sobre la voz ronca siempre supe que era la de
ella pero de la forma que decía las frases parecía que venía del
fondo del pozo. La mujer que había ido a su consulta salía toda
llorosa, y sin entender porqué debía obedecer a su marido, un
hombre que siempre la tenía con un niño pateando en el interior de
su barriga y media docena detrás, como los patos del Parque
Hernández.
Había otra mujer que alquilaba habitaciones en su
casa, a señoras y a señores, para que éstos pudieran hacer sus
tratos en una de las salas interiores. Pero ésta de espiritista no
tenía ni un pelo, ni tampoco los tenía en las cejas, ya que las
llevaba depiladas, más bien calvas, notándosele una raya pintada de
negro con un lápiz; y un lunar verde en el labio superior, que decía
le salió a los 20 años; pero las lenguas viperinas decían que era
tatuado. En sus tiempos de juventud debió ser un bellezón, porque
a pesar de su vejez era una mujer hermosa, y elegante en sus maneras.
Qué tiempos aquéllos, cuando los niños observábamos a una señora
muy encopetada y elegante, con medias negras de costura trasera,
llegar en un taxi, bajarse y correr furtivamente hacia el interior de
esa casa, y al poco rato ver llegar a un señor, vestido con terno y
chaleco bien cortado, y hacer lo mismo. El tiempo transcurrido en
hacer el “trato” podía ser, aproximadamente, de una ahora. Luego
la pareja salía andando, por supuesto por separado, y otras, la
dueña de la casa enviaba a un niño a Arturo Reyes o Cándido
Lobera, a por un taxi en el que salía la pareja con dirección
desconocida. A los chaveas les gustaba hacer ese recado porque se
paseaban en un coche desde la parada hasta la casa de los “tratos”
en cuestión, y además se llevaban una propinilla; a veces no hacía
falta que un niño fuera a por el taxi, éste venía a una hora
convenida y al momento salían ambos: el caballero con su “pistola
galvanizada”, y la dama relajada muy contenta de haber nacido. Así
cualquiera.
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